Resulta que sí, que el hábito sí hace al monje

Antes de empezar a leer este post, le puedes dar al siguiente link, y mientras leas, una suave música de un gong te acompañará: https://www.youtube.com/watch?v=QG_cakuDl3Y 

Tuchún-tuchún-tuchún-tuchún-tuchún…. Estoy tumbada en una sala aislada del mundo exterior. La sala estaría en completo silencio si no fuera por ese ruido constante de fondo. La primera idea que se me viene a la cabeza es que podría ser el sonido de una fotocopiadora. La descarto casi de inmediato. La razón es bien sencilla. Voy desnuda por completo. Tan solo llevo una bata de celulosa verde y unas braguitas del mismo material. Esto es todo lo que había en el diminuto cuarto que hay antes de la entrada de la sala.  Junto con un aviso: “quíteselo todo. Cuando esté listo, toque el timbre y vendremos a buscarle”.
Aun así, lo peor no es ni el tuchún-tuchún, ni el repugnante tacto de la celulosa en mi piel. Lo peor viene ahora. Lo sé porque la otra vez fue igual. En cuanto oiga cerrar la puerta de la sala he de quedarme inmóvil. Durante 20 minutos no podré mover ni un centímetro de mi cuerpo. Sobre todo de cintura para abajo. Algo del todo improbable porque unas cinchas inmovilizan mis piernas. El único recurso que me quedará será dejar pasar esos pensamientos inoportunos,  tratar de respirar con un ritmo regular, e imaginarme un sonido distinto https://www.youtube.com/watch?v=QG_cakuDl3Y
No será como  cada mañana y cada noche, cuando hago la meditación en casa porque, ahora mismo, todos mis esfuerzos se concentran en retener unos gruesos e inoportunos lagrimones que me inundan los ojos. Si uno solo de ellos, consigue deslizarse por mis mejillas el llanto será incontenible. Lo sé porque es el mismo miedo que he sentido durante los últimos meses. Por eso sé que el pánico se va a apoderar de mí como no consiga dejar pasar ese pensamiento que me provoca el miendo. Pero sí, si lo sé. El pensamiento se da en mí, yo lo veo, pero me cuesta no dejarme envolver porla sensación. No es sólo por los 20 minutos que me esperan o por lo que, dentro de 5 días, me dirá el cirujano mientras observa en una pantalla los resultados de la prueba de hoy. En realidad, a lo que le tengo miedo es a la bata de celulosa. Esa bata te convierte en otra persona. Te roba la rutina del día a día. Te convierte en paciente de un hospital. Es entonces cuando me viene de golpe lo que un monje budista le explicaba a una de las mujeres más poderosas del mundo. Sucedió en marzo del año pasado. Thich Nhat Hanh le contaba a Oprah Winfrey  https://www.youtube.com/watch?v=NsTp6tsIcPI que siempre supo que sería monje. Que dedicaría su vida a lo que él llama “la transformación” y que para ello tan solo hay que tener la mirada del principiante. A Oprah, las palabras de Thich Nhat Hanh le debieron llegar al alma (y al bolsillo) porque ahora anda dedicada en cuerpo y alma a dar conferencias de espiritualidad y autoayuda por todo EE.UU.
En la misma entrevista, el maestro budista también le explicaba a Oprah dos cosas preciosas que, por su sencillez, podrían pasar inadvertidas. Una de ellas se refería a la belleza. En concreto a lo que le sucedió al llegar a la Universidad de Princenton. Fue la primera vez que vió como, en otoño,  caen las hojas de lo árboles. Con un cierto sentido del humor, Thich Nhat Hanh también confiesa que este disfrute no vino solo. Vino acompañado del descubrimiento de las bondades de la calefacción. La segunda cosa sencilla tenía que ver con su hábito.  Oprah le pregunta si se sintió discriminado o aislado por vestir de manera diferente. La respuesta de Thich Nhat Hanh es sencillamente deliciosa. Thich Nhat Hanh le confiesa a Oprah que hay una razón muy poderosa por la que los monjes budistas llevan este hábito. Les recuerda quienes son. Esas sencillas túnicas de algodón de colores tierra les impiden alejarse de su objetivo vital. Les ayuda a comprender su sufrimiento y aliviarlo. Porque sin sufrimiento no hay felicidad, afirma Thay (maestro) https://www.youtube.com/watch?v=LkZDZjNFWG4
Es lo mismo que sucede cuando ingresamos en un hospital. Las batas de celulosa nos impiden olvidar porque estamos allí. Mientras pensaba en lo curioso de la confesión de Thich Nhat Hanh y esta extraña similitud entre el hábito de un monje y la bata del paciente de un hospital, la cara se me iluminó con una sonrisa inmensa. Esas batas de celulosa también nos recuerdan que puede ser que todo salga bien. Que esa es la razón por la que están en el hospital.  En esas andaban mis pensamientos cuando siento como el silencio me invade por completo. No es sólo que el tuchún-tuchún haya dejado de martillear. Por unos instantes, mi mente tan solo ha recordado la sonrisa pillina con la que Thich Nhat Hanh le confesaba todos es
tos descubrimientos a Oprah. Y justo entonces me avisan que ya está. Que me quite la bata, me ponga mi ropa y me vaya para casa. En lo que tarda un suspiro vuelvo a estar vestida. Al sentir el tacto de mi ropa en la piel recuerdo otro de los grandes secretos que explica Thich Nhat Hanh: vive el momento. 

Vainilla, canela y avellana.

En Veracruz, entre los ríos Tecolutla y Cazones, está Papantla. En las guías turísticas te recomiendan que, si viajas a este lugar mágico, visites su catedral. Te será sencillo encontrarla ya que su torre de 30 metros de altura destaca entre el resto de las edificaciones. Quizás esta es la primera vez que escuches hablar de este destino. Incluso puede ser que no sepas que, en agosto de 2009, los papantecos perdieron su condición de habitar en un espacio mágico. Un título que recuperaron oficialmente un martes de junio de 2012. Detalles de todo irrelevantes si te explico  que Papantla es conocida por ser “la ciudad que perfuma el mundo”. 

Una mezcla irreproducible de humedad, altura y temperatura, junto con unos inviernos extremos consecuencia de los fríos vientos del norte hacen que en Papantla crezca la mejor vainilla del mundo. Lo hace en forma de vaina casi idéntica a la de las habas y que, como dictan las costumbres de los totonacas, se pizca y seca al sol, desde hace ya milenios. El resultado si lo conoces. Un aroma con tal capacidad para embriagar que podríamos definirlo como poesía en estado puro. Algo que no es de extrañar ya que, al igual que sucede con los poemas, la estructura molecular de la orquídea doradaen la que florece la vainilla, es tan compleja que los científicos no han sido capaces de determinar sus componentes.

Por eso, cuando la otra noche me pediste que te explicara lo que sentía al aproximar a mi narizla copa de vino que te había pedido, yo te miré fijamente a los ojos y no te dije nada. Luego me sonreí y te devolví la copa. En cuanto te la acercaste a los labios te dije: «a vainilla, sabe a vainilla». Ese vino joven del Bierzo que tanto nos gustó sabía a vainilla. Por eso no es de extrañar que esa noche fuera mágica. Son esas cosas que suceden en los momentos en los que cerramos los ojos y nos recordamos que tan solo tiene sentido vivir el hoy y el ahora.

Cuando dejaste la copa en la mesa completé la cata. “También sabe a madera, a melocotón y a tabaco” quise explicarte. Pero tú ya estabas en otra cosa. Quiero pensar que lo que sucedió no es que cuestionaras mis habilidades como sommelier, sino que la magia del instante te transportó a otro aroma. En este caso al de la canela. Quizás recordaste que, cuando preparo el café de los domingos, en los granos molidos espolvoreo una pizca de canela. Podrías pensar que lo hago con una intencionalidad bien clara. Dada la fama de afrodisíaca de esta especie, podrías pensar que lo hago tan solo para seducirte. Nada más lejos de la realidad. Es un gesto de gratitud. Es lo que hago cuando quiero dar las gracias a la vida por darme la oportunidad de compartir el momento.

Si bien es cierto que el embriagador aroma de la vainilla nos recuerda la importancia de vivir el momento y la delicada plenitud de la canela la emoción de compartir, en esta cata de la vida, aún nos faltaría un tercer elemento. En este caso, de todas las opciones posibles he elegido el de la avellana. La razón es bien sencilla. Mientras la otra noche vaciabas tu copa de vino con aroma a vainilla y llenabas mi mirada con esencia de canela, me contabas la felicidad tan inmensa que sientes cuando paseas por el camino de los avellanos. No tengo ni la más remota idea de por donde quedará ese camino. Lo que sí sé es que, cuando estás en él te sientes libre.

Con o sin vino, brindemos por eso. Por un instante, olvida el sabor oxidado del miedo. Quédate con el aroma de vivir el momentocon plenitud y compartirlo con los que están a tu  lado. Y, cuando todo lo que respires te lleve a esa embriagadora mezcla, ponle una pizca de libertad. Entonces respira. Respira lenta y profundamente. Deja que todo tu ser se invada del aroma de la vainilla, la canela y la avellana.


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